Jorge Marcelino Trejo Ortiz
Como una sola sociedad, todos somos los seis jóvenes celayenses que fueron masacrados, pero también somos los cinco muchachos torturados y asesinados en Lagos de Moreno, y somos los siete del call center que habían sido desaparecidos y asesinados antes, y los cinco de Zacatecas que fueron ultimados después.
Como adulto, entiendo de alguna forma el dolor de los padres de esos jóvenes, porque se trata de vidas truncadas por criminales sin escrúpulos, pero que también son víctimas de entidades de gobierno incapaces de brindar las condiciones de seguridad y paz social.
A los grupos de jóvenes referidos tendríamos que agregar a los siete muchachos que fueron acribillados en Nuevo Laredo, pero en este caso por parte de miembros del Ejército Mexicano, quienes supuestamente los confundieron con delincuentes, allá por el mes de abril de este año.
En el caso reciente de Celaya solo queda reiterar la condena de ese crimen, enviar solidaridad espiritual a las familias y unirse a la exigencia de justicia, a más de condenar la revictimización que se ha hecho de los estudiantes.
En la manifestación que hubo por parte de familiares, amigos y la comunidad de la Universidad Latina de México, se exigió, a una sola voz, que no se les señalara de narcojuniors, porque todos y cada uno de ellos eran estudiantes de Medicina, con sueños de servir a sus semejantes.
No pasó tiempo cuando el Presidente de la República señaló la “hipótesis”, seguramente que le dieron jefes de la Guardia Nacional o el Ejército, destacamentados en Guanajuato, de que los habían matado porque fueron a comprar droga en un territorio contrario al de un grupo criminal.
Si era una menos que teoría o línea de investigación, mejor no referirla, porque además el Presidente no es una Fiscalía y menos un Juez para dictaminar sobre un hecho tan atroz y deplorable.
Para un “debido proceso”, no se puede hacer pública una posible mecánica de los hechos, porque todo puede ser usado en contra de la propia autoridad.
Todos esos casos de masacres a jóvenes se tendrían que sumar a los homicidios de niños, adolescentes y jóvenes que ocurren a diario en nuestro país, adicionalmente a las desapariciones forzadas.
La reflexión que nos puede dejar todo esto que ocurre es que menores de edad y jóvenes están entre dos fuegos, entre la espada y la pared, porque por un lado tenemos al crimen organizado acechando y por otro a las autoridades incapaces de brindar seguridad y protección.
No me canso de señalar que nuestros tres niveles de gobierno deberían, como obligación moral y ética, unir esfuerzos para combatir a la delincuencia común y a la delincuencia organizada.
Por principio, los artículos 16 y 73, fracción XXI, inciso b), de la Constitución Política de México señala que la delincuencia organizada es una materia cuya competencia es exclusiva de la Federación.
Contamos con una Ley Federal Contra la Delincuencia Organizada en la que se establecen los mecanismos concretos y las instancias federales que deberán de aplicar esta normatividad.
Sin embargo, también se indica la necesidad de coordinación y colaboración con los otros órdenes de gobierno, y me refiero a los estados y los municipios. Agrego a la sociedad como corresponsable en muchos sentidos.
No se la deben de pasar inculpando a las otras instancias en lugar de proponer las acciones de colaboración directa; el único interés no debe ser el político o diferencia ideológica.
La sociedad, el pueblo, la ciudadanía, como se le quiera llamar, debe ser la razón de ser, estar y actuar de los gobiernos que fueron electos para procurar y para garantizar, entre mil cosas más, primeramente la seguridad y la paz social, como punto de partida para acceder a otros derechos.
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