Luis Miguel Rionda
En el México de hoy, los hechos terribles que pululan en los medios de comunicación y de noticias han producido un efecto de “vulcanización” en la percepción social sobre la violencia cotidiana. Quiero decir que estamos perdiendo nuestra capacidad de asombro, y nos mostramos crecientemente indiferentes al dolor ajeno.
Lo confirmo todos los días: es asombroso constatar el lenguaje que emplean las autoridades de todos los niveles cuando abordan el tema de la violencia criminal, incluyendo al presidente de la República. Las víctimas son equiparadas con los victimarios, y todos son vertidos en el mismo saco: son seres humanos al parejo y merecen el mismo trato. Abrazos y no balazos.
No salgo del pasmo al escuchar en las mañaneras presidenciales el tono indiferente, sin empatía, con que se informa de víctimas inocentes, como sucedió el martes 14 cuando se abordó el caso del joven asesor legislativo Daniel Picazo, que fue linchado el viernes anterior por una turba de bárbaros de Papatlazolco, Puebla, por rumores de que se trataba de un “robachicos”.
El presidente López Obrador no expresó condolencia alguna. Mejor reaccionó a una columna de Sergio Sarmiento en la que éste recordó el dicho de aquél cuando era jefe de gobierno del DF, ante un linchamiento similar en Tlalpan: “Con las tradiciones de un pueblo, con sus creencias, vale más no meterse… Es parte de su cultura y creencias de los pueblos originarios.” Ahora reaccionó agregando: “Fíjense que sigo pensando lo mismo”. Es decir que las costumbres del “México profundo” son justificación suficiente para la barbarie y el crimen. Francamente es inaudito.
Debo hacer notar que soy antropólogo social con cuarenta años de carrera profesional. Soy respetuoso y defensor de los usos y costumbres que caracterizan a las culturas ancestrales de las comunidades originarias de nuestro país y del continente. Reconozco el derecho a la identidad étnica y a la preservación de los valores culturales, que han sido sistemáticamente denegados a estos pueblos por parte de la sociedad hegemónica.
Los sistemas normativos internos de estas comunidades rigen las relaciones sociales y políticas de sus habitantes. Por eso ha sido tan importante reconocerles su derecho a la autonomía y a su sistema de autoridades tradicionales, incluyendo sus esquemas de elección directa de los cargos, sus recursos de solidaridad interna y el trabajo comunitario.
Pero estas mismas comunidades, a través de sus autoridades, reconocen la prevalencia del estado de derecho constitucional, en particular en lo referido a conductas criminales y su penalización. Las autoridades tradicionales reconocen los límites de su fuero, y no se sustraen a la acción de la justicia formal contenida en los instrumentos legales y convencionales nacionales.
Un ejemplo es el respeto irrestricto a los derechos humanos, como sucede con la participación de las mujeres en los asuntos públicos de la comunidad. También se reconoce el derecho de la infancia y de los adultos mayores a una protección especial.
El asesinato es un crimen deplorable, pero es aún más odioso cuando se comete al amparo cobarde del anonimato de la masa. No hay usos y costumbres involucrados: sólo hay bestialidad pura y llana. Nada puede justificar el homicidio tumultuoso, ni siquiera el culto al “pueblo bueno”, una entidad que sólo existe en la imaginación de los zafios del populismo.