El patio de la escuela
Vanilla Ice, Ice, Baby
Luis Felipe Pérez Sánchez
“No sabemos lo que guardará la memoria. La cabrona memoria: un guardia municipal que dirige el tráfico a su antojo, que da paso a los vehículos a su arbitrio, sin tener en cuenta las necesidades circulatorias de la ciudad”, dice Chirbes en Crematorio. Llevo un tiempo pensando en el día que quedamos segundos en el concurso de baile de rap de la primaria.
Digo segundos, pero exagero igual. Lo que debería decir es que nos dieron una lección esa vez. Es posible que fuéramos último de dos o de tres grupos que participaron en ese certamen que, visto a la distancia, anuncia un viento de cambio: de los bailables en las escuelas públicas de nuestra zona a la sustitución por las canciones o ritmos o contoneos que marque la tendencia en ese momento. Mientras otros años quienes coordinaban eran los maestros, las maestras, y decidían empujar nuestra identidad nacional con el folclor de Veracruz, Sonora y Jalisco; Aguascalientes, Mérida y Chihuahua, este año, debo estar hablando de 1991, algo se rompía en el mundo, y nosotros encajamos las consecuencias casi sin enterarnos, tomando para nuestras prácticas culturales los productos fascinantes venidos del gabacho que encontrábamos en la piratería, en la fayuca o en el tianguis de los sábados.
¿Cómo sabíamos de rap y modas en inglés, de vestimentas que le ponían los pelos de punta a nuestras madres? Eres, Tú y de 15 a 20 pudieron tener que ver. Pero pienso que varios de nosotros nos afiliamos a los concursos de baile por culpa de Alby Casado y un tal Juan José que bailaba el Meneito. Eran la competencia del programa de concursos de Televisa y se llamaba A Todo Dar. En ese programa, que pasaban a las tres o cuatro de la tarde, y que veíamos con religiosidad mientras comíamos sopa de fideo y milanesas apresuradamente, vimos que la manera de pasar a la palestra y recoger la promesa de tus tres minutos de fama era formando tu grupo de raperos que bailaran las profundas piezas atribuidas a tipos como Vanilla Ice o MC Hammer.
Lo que pasa en la escuela viene de la cultura de masas. Es decir, se replican los rituales de la radio, de la tele o del tik tok en los salones de clase. Los rituales del Patio de la escuela serían el lado público para mostrar lo que puebla nuestros imaginarios. Que se haya impuesto por sobre Jesusita en Chihuahua una topada de bailarines de rap habla de nuestro entusiasmo de ese entonces por modernizarnos, por pasar de este lado del muro de Berlín, que caía por esos años; de ponernos en onda y hacer gala de nuestras compras en tianguis de fayuca y tennis de marca. Es muestra de que estaba cambiando el mundo y no sabemos si para bien. Con la complacencia o la capitulación de nuestras maestras y nuestros profes por miedo a parecer anacrónicos, se consumó no sin resistencias. Nadie olvida que el maestro Gabino seguía cantando todas las estrofas posibles del Himno Nacional cada lunes o que hubo profesoras que se negaron al degenere del concurso de rap de esa vez.
El año del eclipse también se desintegró la URSS. Fue el año que tuvimos nuestro primer concurso de raperos en la escuela. Yo empecé a usar unos zapatos que vendieron esos años en La Canadá. Se llamaban Perestroika, una forma de masificar los mitos que en otro tiempo significaban emancipación, y fue la primera vez en mucho tiempo que no me avergonzaba con mis ortopédicos todos mugrosos. Fue una concesión que tuvieron conmigo el ortopedista y mis padres tras la promesa de que pondría plantillas a esas botas de gamuza que chacualeé a partir de cuarto de primaria.
El asunto es que en algún evento del Patio, pienso que era un día del maestro, un día del niño o día de Pachita, la directora de la Josefá Ortíz de Domínguez, convocó a un concurso de coreografías raperas entre los grupos de cuarto de primaria, a imitación de lo que sucedía en la tele y que causaba efervescencia. En el caso de los demás grados, los de tercero, de segundo y de primero, creo recordar, se entregaron a los concursos de imitación mal organizados. Copiaban la fórmula de las estaciones de radio cuando le pedían a su auditorio que fuera vestida como Scarlett O’hara o Audrey Hepburn. En nuestra localidad, ganaba la que más se pareciera a Alejandra Guzmán o a Gloria Trevi según los aplausos de toda la escuela. La imagen que tengo de eso es la de unos círculos en la cancha de basket que era nuestro patio de la escuela en donde habían situado a las niñas de los distintos grados de primaria vestidas respectivamente de Glorias Trevi o Alejandras Guzmán.
Ganaba a la que más le aplaudiera el respetable a la hora de preguntar su voluntad.
Dejaban correr un pedazo de “Doctor Psiquiatra” seguido de otro fragmento de “Reina de Corazones” a la espera de que las niñas se convulsionaran, ya fuera como la de “Zapatos viejos” o la de “La noche de la iguana”. Recuerdo que entre las imitadoras de Alejandra Guzmán estaba mi hermana menor y aplaudí ruidosamente y con fervor pero sin éxito porque la hermana menor de otra compañera fue la ganadora del concurso gracias a la popularidad de Nereida, la aplicada del salón. Luego de eso, mi hermana y yo sabríamos que la vida es amarga y decepcionante cuando uno depende de la popularidad.
De todas maneras yo tenía mi batalla. Ahora me avergüenzo de lo nalga pronta que era para entrometerme en estas cosas durante la primaria. Es decir, sabiendo cómo estaba la agenda en casa, no entiendo por qué me apuntaba a cuanta cosa hubiera. Era como si un botón de impulso no me dejara estar en paz y solía terminar metido en empresas inaccesibles para mí, todo por figurar. Aunque esa vez pude ser elegido por la maestra y no recuerdo que me molestara. Es decir, algo me hacía querer ser elegido. Nuestro grupo se formó unos días antes. Francamente no recuerdo a todos pero creo que formábamos parte de esa lista Salvador, que iba a todas, Fausto, un talento para las vanguardias y alguien más a quien le debe venir bien mi olvido. Iríamos a ensayar a la casa de la maestra Marielena un par de tardes antes del dichoso día del concurso. Yo no fui a ningún ensayo porque mi padre trabajaba fuera y mi madre en el horario que propusieron ya estaba en la oficina. Fallé y sentí esa pena rara de no poder hacer algo por cumplir los anhelos, aunque uno no sepa de qué se trata. Total que quedé mal y pensé también que estaba fuera del grupo, pero nuestro equipo seguía intacto, o mutilado, y la solución que encontraron fue ensayar durante la mañana del día del evento para que yo me pusiera al día aprendiendo los pasos con los que haríamos performance a ritmo de Vanilla Ice. El vestuario pasó a ser un problema porque habían quedado en algo de lo que no me enteré y fui, como de costumbre, con uniforme escolar ese día. No es que los pasos hubieran dejado de ser objeto de conflicto ni que me los haya aprendido, pero para la maestra y las mamás yo debía estar en esa actuación. Alguien me prestó ropa al estilo de esa moda noventera que no sé describir ahora: unas camisas de ¿seda?, guangas, manchadas con colores negros y rojos, mi pantalón de tela golden azul, brilloso debido al rutinario usarlo, y mis perestroika.
Así salí a bailar junto a tres compañeritos seguro de que hacía el ridículo, con ropa ajena y una ignorancia del tamaño de la catedral. Me asignaron la parte de atrás del rapeo para que no se viera tanto cómo desentonaba con mi impericia. No recuerdo mi desempeño, pero debe haber sido pésimo. Nada de Let’s kick it, ni Turn off the lights and I’ll glow.
Era inoperante para las coreografías, pero de eso no dijo nada nadie. Pienso que fue incontestable nuestro fracaso porque los raperos del “D” estaban listos para agenciarse el triunfo en la primaria o en A todo dar. Vestuario a la MC Hammer, con un estilo de U Can’t Touch casi profesional. Realizaron pasos de baile mientras tarareaban el rap. Los vimos hacer piruetas de saeta con la coordinación de bailarinas del Lago de los Cisnes y nos dejaron con la boca abierta en donde se columpiaba la envidia más honesta que puede tener un niño de cuarto de primaria, de eso me acuerdo. Es entonces cuando releo eso que dice Chirbes: “No sabemos lo que guardará la memoria. La cabrona memoria: un guardia municipal que dirige el tráfico a su antojo, que da paso a los vehículos a su arbitrio, sin tener en cuenta las necesidades circulatorias de la ciudad”.