Luis Felipe Pérez Sánchez
No fui elegido para bailar Vaselina en un festival de primaria y me enojé, en silencio siempre, como cuando no fui parte de la escolta. La vez del día de las madres no me escogieron para el bailable que quería o creía querer. En lugar de eso me tocó ser parte del grupo que hizo un performance, sin pena ni gloria, a ritmo de unas polkas y un country del que no conservo recuerdo nítido otro que no sea el de mis zapatos ortopédicos café. No debería importar porque de todas maneras mi madre no podía ir a esos festivales porque trabajaba. Y, sin embargo, recuerdo esto como el momento en el que supe que no iba a ser protagonista por elección. Cuando uno es un alumno de entre trescientos, pasar inadvertido es lo más normal. Si uno no era ojiverde o muy alto o tenía algún parche en el ojo como Catalina Creel, podía pasar en el indiferente general toda su escuela primaria sin consecuencias que valga la pena poner en la autobiografía. Pero hay momentos en los que el incidente se transforma en suceso. Tiene un sentido de tragedia íntima, perdurable, como los caprichos.
Parece que yo pensaba, con la ingenuidad constante a la hora de autodefinirse, que por saberme todas las canciones de Enrique Guzmán, Angélica María o Alberto Vázquez tenía derecho a bailar a ritmo de You’re the One That I Want y no fue así. Pero es común confundir la incertidumbre con la esperanza.
De lo que me acuerdo ahora es que nos formaron para dividir a los grupos de tercero. El patio de la escuela se llenó de expectantes muchachillos, alumnas platiconas, incluso emocionadas. Luego del toque de recreo, cuando don Guille intentaba barrer el patio, los maestros y maestras, excelsos en el ballet folklórico, decidieron que todos los grupos de tercero se mezclaran. Luego, la instrucción era que debíamos dividirnos. En la mente de quienes seleccionaban existía ese criterio que me jode ahora que describo esa mañana que me deja ruborizado. Le parecías para un bailable o para otro al profe que cribaba al personal. Como en la línea de control de calidad, nos dividieron en dos grandes grupos de parejas infantiles: unos, una rutina y otros, otra. Los unos para Vaselina; los otros para Country.
Cuando elegían los profes, quizá el maestro Chino y el maestro Javier, tuve la idea de estar en ese otro pasaje infantil, en la cuadra, en las retas de futbol. Me invadió la idea de volver a la calle como cuando elegíamos equipos para la cáscara. Sabía que, como era el gordo y uno de los menores, me escogerían de último con la condición de ser portero. Y supe, cuando me vio el maestro con un gesto que yo interpreté como condescendencia, que me mandaba hacia el grupo que no era el de Vaselina sino el de Country, que exigía vestuario campirano, texana incluida.
Lo que estaba de moda era Danny Zuco. La televisión nos educaba. La cartelera del Cine Permanencia Voluntaria del canal cinco no nos había dejado indemnes y practicábamos los peinados con brillantina y chamarras de cuero ridículas. Eran mucho más populares que el tipo del bueno, el malo y el feo, que exigía chaparreras, botines y pistolas de mentiras como los del ratón de Crí-Crí. Uno paladeaba la modernidad, la estampa de high school, los coches, los tenis y los juegos mecánicos como escenario para ligar; dejábamos atrás la escena cerril del siete machos. No hacía tanto tiempo que Grease, esa historia del chico malo que en verano es bueno y enamora a la chica cándida, que al final de cursos fuma, había marcado la educación sentimental de nuestras maestras y nuestros maestros. Julissa alimentó el mito promoviendo grupos musicales, de moda entonces, que replicaban las canciones de ese rock and roll que ahora suena cursi. Yo me sentía con derecho a Vaselina porque mi papá me había regalado un cassette de Roberto Jordán y cantaba con seguridad Acapulco con limón y un poco de ron, porque veíamos películas del tiempo a go go a la hora de la comida y porque imaginaba el copetazo que me iba a peinar a la hora de levantar el polvo del patio de la escuela bailando. Así que todo el contingente de tercero de primaria, incluido yo, iluso, anheló, con obviedad, un sitio en el uno y no en el otro bailable.
No ser elegido lo deja a uno con la sensación, engañosa u obnubilada, de haber tenido posibilidades o méritos. Siendo niño se ponen en marcha pensamientos traicioneros como los que puede experimentar alguien de ocho o nueve años que transita desilusiones y desengaños por no ser el centro del mundo, en la primaria. Puede uno ver cómo habita bajo la nube negra de la mala fortuna y la paranoia de no ser suficiente se le revela en los ojos acuosos, conteniendo el llanto. Queda buscando respuestas como al que le piden un tiempo y queda a la espera de algo que no ha de llegar. Cuando se estuvo cerca, pero no alcanza, y no se es suficiente, se traga el vinagre condimentado con alguna especia como el resentimiento o la rabia, o se existe bajo el influjo del síndrome del ya merito, herencia de México en los mundiales de futbol. Y se aborrece a los elegidos y a quien ha elegido.
Aunque debe uno entregarse a lo que viene por orgullo, y porque no lo vean llorar en el patio de la escuela, y va con la risa irónica del que por dentro trae una pena, pero acusa resignación, no hay olvido fácil para el que le tocó bailar Country y no Vaselina; que debió vestir chaparrera, camisa a cuadros y texana en lugar de jeans, sudadera con letra en el pecho y un copete a la James Dean.
Me puedo imaginar a mí mismo de ocho años como esos personajes de Almudena Grandes en Atlas de geografía humana. Se templan con el disimulo de quien frente a todos dice estar bien, pero arde en su pecho herido la furia y el enojo y la tristeza del más alto desengaño, siempre en secreto. Me preguntaban qué era lo que me sucedía cuando veía que bailaban hopelessly devoted to you y yo afirmaba que tenía hambre o que me dolía un pie, porque estaba prohibido, para mis adentros, aceptar que era envidia o rabia el origen de mi malestar. Debí mentir entonces sobre mis tristezas más de una vez porque, como resultó todo un éxito el dichoso bailable de Vaselina, nos lo tuvimos que fletar como espectadores en cada festival que hubo ese año, desde el día de las madres hasta el santo de la directora, en octubre. Sufrí, como era de esperarse, un sentimiento horrendo para un ser humano. Como dice La Rochefoucauld, la envidia es una pasión que no puede soportar la buena suerte de los demás y es algo que le sucede a un niño, pues aún intenta comprender que es parte de un contingente numeroso. El patio de la escuela demuestra que no es único. Era el descubrimiento de una tragedia personal.
Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández. Su último libro es Mala Entraña, novela publicada por Ediciones La Rana. Es becario del Programa de Estímulos a la Creación artística del Estado de Guanajuato en la categoría Creadores con Trayectoria.