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jueves, noviembre 21, 2024

Colimenses

Crónicas cotidianas
Colimenses

Por Felipe Canchola González

– ¿Te acuerdas cuando nos pasaban a hacer las lecturas en la misa?
– Sí claro, era un buen ejercicio para quitarnos el pánico escénico. Además, a nuestros 12 o 13 años de edad y en primero de secundaria, eso nos ayudó a leer correctamente en público, porque si no…

Fuimos compañeros en el seminario salesiano de Tlaquepaque, Jalisco. Queríamos ser sacerdotes, pero…

Jamás pude imaginar, él tampoco, que estaríamos en el pequeño café de una de las esquinas que rodean el monumento a la Revolución, en pleno corazón de la ciudad de México, después de casi cincuenta años de no vernos, ni saber nada uno del otro.

Siempre recordé, como la los demás aspirantes a curas, su cara de niño precoz y el característico “tiple” que distingue a los esa región de Michoacán. Al “aspirantado” o seminario menor, llegamos de Guanajuato, San Luis Potosí, Baja California, Jalisco, Sinaloa, Nuevo León, Coahuila, Colima y demás, teníamos entonaciones diferentes al hablar.

Sí, ahí aprendí a saber de dónde provenía cada uno en cuanto abría la boca y utilizaba algunas palabras muy propias de su tierra natal. En total, ingresamos un grupo de 42 niños y sólo tres llegaron al sacerdocio.

Nunca imaginé que un día de julio como éste, pero de 2018, estaría tomando un café con Carlos Amézcua Castellanos, mi ex condiscípulo originario de Sahuayo. Michoacán. Estaba ahí conmigo, con su cara de niño escondida bajo una larga barba y una cola de caballo estilo hippie, pulcramente cuidadas.

Con estatura media y cuerpo delgado, desde estudiante de Medicina en la UNAM, se había sumado a los miles de habitantes de capital del país viajando en metro y comiendo “donde se puede”.

Le hacían juego sus zapatos con su pantalón de mezclilla que lo hacían lucir todo, menos el ya veterano cirujano cardiólogo, maestro de generaciones de galenos egresados de su alma mater y amante de la investigación científica.

No me pudo calcular la cantidad de horas que pasó en los quirófanos con cirugías cardiacas de alto grado de complejidad. Ya está jubilado y me sorprendió su magistral forma de tocar la guitarra, además de ser un talentoso artesano de vitrales y obras artísticas en cristal.

Sonora carcajada me hizo soltar cuando, entre bocanadas de humo de sus cigarros “Delicados” sin filtro, conocidos como “tablitas”, me recordó el día que le tocó, en la capilla del seminario, la segunda lectura.

Con toda la solemnidad, silencio y devoción que la disciplina nos imponía, comenzó:
“Lectura de la Carta del Apóstol San Pablo a los ¡colimenses!” (colosenses). ¡Vaya metida de pata!

Sin poder hacer movimientos ni voltear hacia ningún lado, los seminaristas nos tapamos boca y nariz para reprimir la inevitable risa… de no ser así, los correctivos no se hubieran hecho esperar.

– ¿Por qué te saliste del seminario? Le pregunté.

– No me salí. Me corrieron… por jodido. Mis padres, médicos ambos, se divorciaron y tuve que regresar a mi tierra porque ya nadie pagaría las mensualidades que ahí se cobraban.
Terminé secundaria y preparatoria y me vine a la UNAM a estudiar Medicina. Siempre trabajé mientras cursaba mi carrera… la hice de “mil-usos”.

Repentinamente, de entre los nubarrones del humo de los cigarros de ambos, distinguí unas lágrimas que brotaron de su rostro. Solo atinó a decir: Qué hermosos recuerdos…
– Bueno, la nostalgia nos mueve, pero pensé que ustedes los médicos aprenden a ocultar sus emociones, por su profesión. Siempre los he conceptualizado fríos y muy calculadores, sobre todo en el quirófano.

– Lo que se me vino a la mente fue la hermandad y la solidaridad que mantuvimos en esa etapa de nuestra vida. Especialmente un día en que salimos, como cada semana, a las calles de Guadalajara, me dijo.

En una nevería todos corrieron a comprar helados o paletas. Chemita (José María Zepeda+) y yo estábamos sin dinero.

Tú nos viste arrinconados, separados. Nos preguntaste qué nos pasaba y penosamente te dijimos la verdad.

¡Tomen lo que quieran, yo pago!, nos dijiste. Ese detalle jamás se me borró. Me marcó toda la vida.

Apenas alcancé a balbucear: “Yo ya no me acuerdo” y ambos, ya sesentones, nos abrazamos y lloramos juntos. No nos importaron los demás comensales ni los meseros del restaurant.

Carlitos es médico retirado y orgulloso padre de una talentosa catedrática de la UNAM y campeona de natación. Con un destino unido al de Carmen, su incondicional amiga, confidente, amante y esposa, conservamos una amistad, una hermandad, que nadie borrará jamás de esta “terca memoria”.

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