El cuento se refiere a un señor mayor, viudo pero casado con sus ideas y sin querer adecuar su mundo imaginario a la realidad que todos pueden apreciar (“El rey va desnudo, mamá”, gritaba un niño y, con rubor y deseos de retirarse, la madre observó como varios otros niños hacían coro a su hijo) con esa pena, su hija y yerno, toleraban con un gran esfuerzo esas explosiones del padre para no llevar ese nerviosismo e irritación al seno familiar. Esa situación dolía más que un golpe. A cada exabrupto del padre que desafiaba a su hija con la mirada para que le contestara, a ella simplemente se le hacía un nudo en la garganta y apartando su mirada de su viejo progenitor. Era obvio que no estaba preparada para más peleas, así que cuando le contestaba, lo hacía con voz medida pero firme, sonando mucho más calmada de lo que realmente sentía. Ya en casa lo dejaba frente al televisor y salía para componer sus pensamientos. Su padre había sido leñador. Había disfrutado de vivir al aire libre y le gustaba medir su fuerza contra el poder de la naturaleza. Había entrado en agotadoras competencias de leñadores, y a menudo ganaba. Los estantes de su casa estaban llenos de trofeos que probaban su habilidad. Pero los años pasaron implacables. La primera vez que no pudo levantar un pesado tronco, hizo una broma sobre eso; pero luego, el mismo día, la hija lo vio afuera solo, tratando de levantarlo. Se volvió irritable sobre todo cada vez que alguien le hacía bromas sobre estar envejeciendo o cuando no podía hacer algo que hacía cuando era joven. Cuatro días antes de cumplir sesenta y siete años, tuvo un ataque al corazón. Una ambulancia lo llevó al hospital mientras el paramédico le hacía resucitación para mantener la sangre y el oxígeno circulando. Tuvo suerte, sobrevivió. Sin embargo, algo en su interior, murió. El gusto por la vida desapareció. Obstinadamente se negaba a seguir las órdenes del doctor. Las sugerencias y los ofrecimientos de ayuda eran rechazados con sarcasmo. El número de visitantes disminuyó, y finalmente cesaron llegando a quedar solo. Ella y su esposo le pidieron que fuera a vivir con ellos a su pequeña granja. Esperaban que el aire libre y la atmósfera de granja le ayudaran a ajustar su vida. El padre aceptó pero, una semana después, ella se arrepintió de la invitación. Nada le parecía satisfactorio. Criticaba todo lo que hacía. Se sintió frustrada y deprimida. Pronto se dio cuenta que estaba desahogando su rabia con su esposo. Empezaron a discutir y pelear. Había que hacer algo y era ella la que lo tenía que hacer. Al día siguiente se sentó con el directorio telefónico y llamó a cada una de las casas de asistencia para adultos mayores que había en el libro. Explicaba su problema a cada una de las voces llenas de simpatía que le contestaron. Justo cuando estaba perdiendo la esperanza, una de esas amables voces de repente exclamó, «¡Recién leí algo que podría ayudarla! Déjeme ir a buscar el artículo…» Escuchó atentamente la lectura del artículo que describía un sorprendente estudio hecho en una clínica geriátrica en la que todos los ancianos pacientes estaban con tratamiento por depresión crónica. En todos ellos sus actitudes mejoraron en forma excepcional cuando se les dio la responsabilidad de cuidar un perro. Con esa lección, fue a la perrera municipal a ver los perros ofrecidos en adopción. Después que llenó un formulario, la llevaron a verlos. Cada jaula contenía de cinco a siete perros. Los había de pelo largo, corto, unos negros y otros con manchas. Casi todos saltaban, tratando de alcanzarla. Los fue estudiando uno por uno pero los rechazó a todos por distintas razones, o demasiado grande, demasiado chico, demasiado pelo, etc. Cuando llegó al último corral, un perro desde la esquina más alejada se paró con dificultad, caminó hacia el frente de la jaula y se sentó. Era un pointer, una de las razas aristócratas del mundo de los perros. Pero éste era una caricatura de la raza. Los años habían puesto en su cara y hocico un poco de gris. Los huesos de sus caderas sobresalían en triángulos desiguales. Pero fueron sus ojos los que atraparon su atención. Calmados y límpidos, la observaban fijamente. Apuntando al perro, preguntó: “¿Qué me dice de éste?” El oficial miró, y sacudió su cabeza, intrigado. «El es un poco raro. Apareció no se sabe de dónde y se sentó en el portón del frente. Lo metimos pensando que quizá alguien vendría a reclamarlo. Eso fue hace dos semanas y nadie ha venido. Su tiempo termina mañana». Hizo un gesto, como que no se puede hacer nada. Mientras las palabras entraban a su mente, se volvió al hombre con enorme pesar: «¿Quiere decir que lo van a sacrificar?» «Señora», dijo dulcemente, «Es el reglamento. No hay lugar para todos los perros que nadie reclama.» Miró al pointer otra vez. Sus calmados ojos marrones esperaban su decisión. «Lo tomaré», dijo. Y manejó hasta su casa con el perro sentado en el asiento delantero, a su lado. Cuando llegó, tocó la bocina dos veces. Lo estaba ayudando a bajar del auto cuando su papá apareció en el porche del frente… Ella exclamó alegre y esperanzada: “¡Mira lo que te traje, papá!” Su papá miró, y puso una cara de disgusto y refunfuñó: “Si yo quisiera un perro lo hubiera buscado y hubiera elegido uno mejor que esta bolsa de huesos. Quédate con él, yo no lo quiero.” Agitó su brazo despectivamente y empezó a caminar hacia la casa. El enojo creció dentro de ella. Se apretaba los músculos de la garganta y sentía latidos en las sienes no pudiendo quedarse callada: “¡Es mejor que te acostumbres a él, papá, porque se queda con nosotros!” La ignoró… “¿Me escuchaste, papá?” Gritó. A estas palabras su padre se volvió enojado, con sus manos apretadas a sus costados, con sus ojos entornados con odio. Estaban parados mirándose fijamente, como duelistas; de repente, el pointer se soltó de la mano de ella. Fue cojeando despacio hasta su padre y se sentó frente a él. Entonces muy despacio, cuidadosamente, levantó la manita delantera derecha. La quijada de su padre tembló mientras se quedó mirando la pata levantada. La confusión reemplazó la ira de sus ojos. El pointer esperaba pacientemente. De pronto, el papá estaba arrodillado, abrazando el animal. Fue el principio de una cálida e íntima amistad. Su papá lo llamó “Cheyenne”. Juntos, él y “Cheyenne” exploraron el vecindario o visitando su rancho. Pasaron largas horas caminando por polvorientos caminos. Iban a las orillas de los rápidos ríos, a pescar sabrosas truchas o pejelagartos, pasando largos momentos de reflexión. Incluso comenzaron a ir juntos a la iglesia los domingos. Su padre sentado en un banco y “Cheyenne” echado silencioso a sus pies. Fueron inseparables a través de los tres años siguientes. La amargura de su padre se desvaneció, y él y “Cheyenne” hicieron muchos amigos. Entonces, una noche, muy tarde, a ella le extrañó sentir la fría nariz de “Cheyenne” revolviendo sus cobijas. Nunca antes había entrado a su dormitorio en la noche. Despertó a su marido y corrió al cuarto de su padre. Estaba en su cama, con una faz serena, pero su espíritu se había ido, silenciosamente, en algún momento durante la noche. Dos días más tarde, su dolor se hizo todavía más profundo cuando descubrió a “Cheyenne” tendido muerto junto a la cama de su papá. Envolvió su cuerpo en la alfombra sobre la cual siempre había dormido. Mientras lo enterraban cerca de su lugar favorito de pesca, le agradeció por la ayuda que les había dado a todos, a su marido, a ella y, sobre todo, por devolverle a su padre la paz y tranquilidad. Ella estaba sorprendida al ver la cantidad de amigos que su papá y “Cheyenne” habían hecho y que llenaban la iglesia. Entonces se dio cuenta, y el pasado cayó todo en su lugar, completando un rompecabezas que no había visto antes: el artículo sobre el estudio en la clínica geriátrica; la inesperada aparición de “Cheyenne” en el lugar de los perros para adopción; su calmada aceptación y completa devoción a su padre y la proximidad de sus muertes. Sus plegarias en busca de ayuda fueron atendidas y de repente comprendió que la vida es muy corta para hacerse dramas y caprichos que no se logran por impopulares y dañinos. Universalmente les deseo, hoy y siempre, Salud, para que logremos nuestros objetivos en la vida. Fuerza, para que no nos desalentemos ante las adversidades y, Unión, para que no seamos divididos en nuestras convicciones. Prohibida su reproducción parcial o total. La copia o distribución no autorizada de este artículo y, en su caso, su correspondiente imagen, infringe los derechos de autor. |