Jorge Marcelino Trejo Ortiz
La violencia que enfrenta México ya no es solo una disputa territorial, sino una guerra tecnológica en constante escalada. Las armas tradicionales han sido superadas por herramientas de inteligencia artificial, inhibidores de señales, drones explosivos y aparatos de espionaje.
Lo que comenzó como el uso rudimentario de comunicación vía radio por los grupos delictivos, ha derivado en una carrera por la supremacía tecnológica entre gobiernos de los tres órdenes y el crimen organizado.
El caso reciente de Irapuato es paradigmático. Luego de la masacre de 12 personas en la comunidad de El Copal, la Guardia Nacional desplegó equipos para anular drones.
No se trató solo de vigilancia aérea, sino de una estrategia defensiva para bloquear la posible observación enemiga. Es decir, se dio por hecho que el crimen tiene ojos en el cielo.
Algunos medios publicaron que sí se logró anular un dron espía, pero no hubo ningún informe oficial en ese sentido.
Pero el equilibrio de fuerzas se rompe cuando descubrimos que los grupos delictivos también usan tecnología contra las fuerzas del orden.
En Sinaloa, “La Mayiza” ha empleado inhibidores antidrones para impedir el vuelo de aparatos militares (Milenio, 30 de mayo 2025). Es decir, el crimen no solo se defiende: contrarresta, prevé y ataca.
Esto muestra que el Estado mexicano enfrenta no a bandas aisladas con rifles de asalto, sino a organizaciones armadas con conocimiento táctico, aparatos de guerra electrónica y capacidad de innovación.
Este uso de la tecnología se ha extendido también a la confrontación entre grupos criminales. Algunos emplean drones con explosivos contra convoyes rivales. Otros intervienen las comunicaciones enemigas, o usan inhibidores para bloquear señales en zonas completas.
En respuesta, las fuerzas del orden se ven obligadas a sofisticar su equipamiento. Pero hay un desfase. Mientras el Estado debe seguir procesos de adquisición, licitaciones, revisiones de presupuesto y normativas legales, los grupos delictivos no tienen límite ético, legal ni financiero.
Compran, trafican, copian o fabrican tecnología sin pedir permiso. Ya lo comentamos en artículo anterior el caso de milicianos colombianos que fabrican minas explosivas para el CJNG.
Lo más inquietante es que parte de esa tecnología proviene de mercados legales. Algunas se adquieren en Estados Unidos como equipos de seguridad para uso agrícola, de vigilancia o drones de uso recreativo, y se reconvierten para funciones bélicas.
Casi todo esto se puede pedir incluso por compras en línea. Lo que para un civil es entretenimiento, para un criminal es herramienta de guerra.
Nos hemos acostumbrado a escuchar que “hubo drones”, pero no siempre comprendemos que esos drones pueden llevar cargas explosivas, cámaras térmicas o ser parte de una red de vigilancia con alcance mayor que el de cualquier patrulla.
Lo mismo ocurre con los inhibidores. Se usan para bloquear drones, celulares o frecuencias de radio. Pero su instalación también puede interferir en comunicaciones civiles. La guerra electrónica del crimen tiene efectos colaterales.
Frente a esto, el Estado debe actuar con urgencia. No basta con comprar tecnología: se necesita desarrollar capacidad nacional. Formar ingenieros en guerra electrónica, crear laboratorios propios, invertir en inteligencia artificial defensiva.
Una opción que daba Marcelo Ebrard, durante su campaña interna, era la de conocer lo que hacen otros países, viajar, comprar, copiar y también pedir apoyo y recursos a organismos internacionales, que con gusto nos ayudarían.
México debe entender que está en una etapa superior del conflicto. No es solo una guerra de territorio ni de ideología. Es una guerra por el dominio del espectro electromagnético. La seguridad nacional ya no se juega solo en la calle: se juega en las señales, en las frecuencias, en los datos.
Es tiempo de que la inteligencia mexicana no solo responda, sino que innove. No se trata de crear una dependencia específica, sino que lo haga el Centro Nacional de Inteligencia, (y dependencias afines de los estados), porque en esta guerra, quien controla la tecnología, controla el poder.